13.
Aproximadamente a las once y
media, ya caminábamos por el muelle en busca del transporte que nos llevaría a
Bocachica. En los días anteriores habíamos recabado la información acerca de
que era posible que hiciésemos el viaje por nuestra cuenta, a un costo menor
que si tomáramos una excursión. Para hacerlo, debíamos encontrar la terminal
que empleaban los lugareños para hacer sus traslados. A base de preguntas de mi
esposa, la hallamos. Conseguimos en la taquilla los boletos y nos acercamos al
sitio del que partían las lanchas. Varias de estas embarcaciones aguardaban vacías,
meciéndose sobre el mar, bajo un sol radiante. Los jóvenes que las conducen nos
indicaron cuál estaba a punto de salir, y nos invitaron a abordarla. Pronto
quedó bien claro que nosotros éramos turistas, no sólo por la indumentaria sino
también por la torpeza con que ocupamos nuestros lugares. Para que cualquier
lanchita salga, es necesario un número mínimo de pasajeros, que se acomodan uno
junto a otro sin que quede espacio entre ellos. Cuando el cupo está completo,
parte la embarcación que va despacio mientras se aleja del muelle, pero que una
vez que alcanza el mar abierto, acelera dando tumbos que le provocan las olas.
En esta carrera frenética no es raro que desde popa se levante el resto de una
ola y caiga sobre los pasajeros. Después de veinte minutos que parecieron más,
pisamos tierra en Bocachica.
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