lunes, 27 de marzo de 2017

13.


Aproximadamente a las once y media, ya caminábamos por el muelle en busca del transporte que nos llevaría a Bocachica. En los días anteriores habíamos recabado la información acerca de que era posible que hiciésemos el viaje por nuestra cuenta, a un costo menor que si tomáramos una excursión. Para hacerlo, debíamos encontrar la terminal que empleaban los lugareños para hacer sus traslados. A base de preguntas de mi esposa, la hallamos. Conseguimos en la taquilla los boletos y nos acercamos al sitio del que partían las lanchas. Varias de estas embarcaciones aguardaban vacías, meciéndose sobre el mar, bajo un sol radiante. Los jóvenes que las conducen nos indicaron cuál estaba a punto de salir, y nos invitaron a abordarla. Pronto quedó bien claro que nosotros éramos turistas, no sólo por la indumentaria sino también por la torpeza con que ocupamos nuestros lugares. Para que cualquier lanchita salga, es necesario un número mínimo de pasajeros, que se acomodan uno junto a otro sin que quede espacio entre ellos. Cuando el cupo está completo, parte la embarcación que va despacio mientras se aleja del muelle, pero que una vez que alcanza el mar abierto, acelera dando tumbos que le provocan las olas. En esta carrera frenética no es raro que desde popa se levante el resto de una ola y caiga sobre los pasajeros. Después de veinte minutos que parecieron más, pisamos tierra en Bocachica.

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